La falta de socialización equitativa del trabajo en el espacio doméstico y cuidados ha exigido que las mujeres, tras la consolidación de las sociedades de consumo, dediquen menos tiempo a las tareas de la alimentación. En contextos modernos, ante las presiones culturales y materiales para abandonar e industrializar la alimentación doméstica, la tendencia generalizada ha sido el aumento del consumo de productos elaborados, preparados, procesados, precocinados, instantáneos, etc. Productos que se perciben como “ahorradores de tiempo”,” aunque más caros y que precisan más energía para su proceso de fabricación y conservación. Lejos de percibirse como un conflicto, la externalización de los trabajos y responsabilidades asociados a la alimentación y cuidados se considera un símbolo de prestigio en las sociedades modernas.
Las culturas alimentarias en las sociedades “modernas” han sufrido grandes cambios en cuanto a los hábitos, pero no lo han hecho en cuanto a que la mujer es la protagonista indiscutible de la gestión alimentaria en el ámbito doméstico. Considerando la alimentación como la base de los cuidados y la reproducción social, son las mujeres las máximas responsables del estado nutricional de la familia, junto a la coordinación de las infinitas tareas que conlleva el mantenimiento de la vida.
Ante la invisibilización y el desprecio de los trabajos domésticos por el androcentrismo, que ni los valora, ni los remunera, es preciso destacar el papel fundamental que desempeñan las mujeres a diario en la alimentación. Qué comemos es importante, pero no debería restarle relevancia al hecho de que haya una persona encargándose de la cuestión todos los días, sin descanso, sin vacaciones, sin turnos. La tan típica pregunta: ¿qué hay hoy para comer?, que todos hemos oído y pronunciado, deja en evidencia que se supone de antemano que alguien de forma automática y espontánea se dedica a la tarea de alimentar al conjunto de forma individual, impuesta y aislada.